jueves, 27 de septiembre de 2012

La Niña Transformada

En los viejos tiempos, cuando la magia vivía y respiraba, había una Reina que deseaba un niño. Era una Reina triste, porque el Rey con frecuencia se encontraba lejos, dejándola a solas con poco o nada que hacer salvo su soledad, y se preguntaba por qué su esposo, a quien tanto quería, podía soportar apartarse de ella tanto tiempo y con tanta frecuencia.

Había sucedido que muchos años antes, el Rey había usurpado el trono de su legítima dueña, la Reina de las Hadas, y la hermosa y pacífica comarca del Hada se había convertido de la noche a la mañana en un lugar desolado en donde la magia ya no florecía y la risa estaba prohibida. Tan colérico era el Rey que estaba decidido a capturar a la Reina de las Hadas y obligarla a regresar al reino. Una jaula de oro había sido preparada especialmente para aprisionar a la Reina de las Hadas y obligarla a que usara su magia para divertimento del Rey.

Un día de invierno, mientras el Rey se encontraba de viaje, la Reina estaba sentada junto a una ventana abierta, mirando el campo cubierto de nieve. Estaba llorando, porque la desolación de los meses de invierno le recordaba a la Reina su propia soledad. Mientras observaba el desolado paisaje invernal, pensó en su desolado vientre, vacío, como siempre, a pesar de su deseo. "¡Ah, cuánto querría tener una niña! — lloró—. Una hermosa niña con un corazón honesto y ojos que nunca se llenen de lágrimas. Entonces nunca volvería a estar sola".

Pasó el invierno, y el mundo comenzó a despertar. Los pájaros regresaron al reino y empezaron a preparar sus nidos una vez más, los ciervos podían verse pastando en donde los campos lindaban con los bosques y las hojas crecían en las ramas de los árboles del reino.

Mientras las golondrinas de la nueva estación surcaban los cielos, las faldas de la Reina comenzaron a apretarle en torno a la cintura, y a poco se dio cuenta de que estaba encinta. El Rey no había regresado al castillo, por lo que la Reina supo que un hada traviesa, lejos de su hogar y oculta en el jardín de invierno, debía de haber escuchado su llanto y le había concedido, magia mediante, su deseo.

La Reina creció y creció y el invierno regresó otra vez, y en la noche de Navidad, mientras una profunda nevada caía sobre la tierra, comenzó a tener dolores de parto. Toda la noche estuvo de parto, y con la última campanada de medianoche nació su hija, y la Reina pudo mirar por fin el rostro de su bebé. ¡Pensar que esa hermosa niña, de pálida e inmaculada piel, cabellos oscuros y labios rojos con forma de pimpollo era toda suya! "Rosalind —dijo la Reina—. La llamaré Rosalind".

La Reina quedó prendada de inmediato y se negó a dejar que la princesa Rosalind se apartara de su vista. La soledad había vuelto amarga a la Reina, la amargura la había vuelto egoísta, y el egoísmo la
había vuelto suspicaz. A cada momento se preocupaba porque alguien acechara para robarle a la niña. Ella es mía, pensaba la Reina, mi salvación, así que debo mantenerla a mi lado.
En la mañana del bautismo de la princesa Rosalind, las mujeres más sabias de toda la comarca fueron invitadas para impartir sus bendiciones. Todo el día la Reina observó cómo los deseos de gracia, prudencia y sabiduría llovían sobre la niña. Por fin, cuando la noche comenzó a avanzar sobre el reino, la Reina despidió a las mujeres. Se dio la vuelta brevemente, pero al girarse para mirar a la niña observó que todavía quedaba una invitada. Una viajera con un largo abrigo estaba de pie junto a la cuna, mirando a la criatura.

—Es tarde, sabia anciana —dijo la Reina—. La Princesa ha sido bendecida y ahora hay que dejarla dormir.

La viajera se quitó la capucha y la Reina tragó saliva, porque el rostro no era el de una anciana sabia, sino el de una vieja arrugada de sonrisa desdentada.

—Traigo un mensaje de la Reina de las Hadas —dijo la vieja—. La niña es una de las nuestras, por lo que debe venir conmigo.

—No —lloró la Reina, corriendo hasta la cuna—. Ella es mi hija, mi preciosa hijita.

—¿Vuestra? —te extrañó la vieja—. ¿Esta gloriosa criatura? —Y comenzó a reír, una carcajada cruel que hizo que la Reina retrocediera horrorizada—. Ella fue tuya sólo por el tiempo que te permitimos tenerla. En tu corazón siempre has sabido que ella ha nacido del polvo de las hadas, y ahora debes entregarla.

Entonces la Reina lloró, porque el pronunciamiento de la vieja era precisamente lo que ella había temido.

—No puedo entregarla —dijo—. Ten piedad, vieja, y déjame quedármela un tiempo.

Sucedió que a la vieja le gustaba hacer diabluras, y frente a las palabras de la Reina una lenta sonrisa le cubrió el rostro.

—Te doy una oportunidad —le propuso—. Entrega ahora a la niña y su vida será larga y feliz, en el regazo de la Reina de las Hadas.

—¿O? —preguntó la Reina.

—O puedes quedártela hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños, cuando su verdadero destino le salga al encuentro y te deje para siempre. Piensa con cuidado, porque mantenerla más tiempo es amarla más hondamente.

—No necesito pensar en ello —dijo la Reina—, elijo lo segundo. La vieja sonrió tanto que mostró los negros agujeros entre sus dientes.

—Entonces es tuya, pero sólo hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños.

En ese momento la Princesa comenzó a llorar por primera vez. La Reina se volvió a tomarla en brazos, y cuando se volvió a mirar a la vieja ésta había desaparecido.

La Princesa creció y se convirtió en una hermosa niña, llena de alegría y luz. Hechizaba al océano con su canto y hacía sonreír a todos en el reino. A todos, menos a la Reina, quien estaba demasiado llena de miedos como para disfrutar de la niña. Cuando su hija cantaba, la Reina no la escuchaba, cuando su hija danzaba, la Reina no la veía, cuando su hija se acercaba a la Reina, ésta no la sentía, porque estaba demasiado ocupada calculando el tiempo que le quedaba antes de que le arrebataran a la niña.

A medida que pasaban los años, la Reina se volvió más y más temerosa del terrible y oscuro evento que acechaba a la vuelta de la esquina. Su boca se olvidó de sonreír, y las arrugas de su frente comenzaron a ahondarse. Entonces, una noche, tuvo un sueño en el que apareció la vieja.

—Tu hija ya casi tiene diez años —dijo la vieja—. No olvides que su destino la encontrará cuando cumpla dieciocho.

—He cambiado de idea —respondió la Reina—. No puedo dejarla partir. No la dejaré partir.

—Diste tu palabra —recordó la vieja—, debes honrarla.

A la mañana siguiente, después de asegurarse de que la Princesa estaba custodiada, la Reina se puso sus ropas de montar y mandó traer su caballo. Aunque la magia había sido exiliada del castillo, había un lugar en donde los encantamientos y los hechizos todavía podían encontrarse. En una oscura caverna a orillas del mar encantado vivía un hada que no era ni buena ni mala. Había sido castigada por la Reina de las Hadas por haber usado su magia en forma imprudente y por tanto permanecía oculta mientras que el resto de los hechiceros había huido del reino. Y aunque la Reina sabía que era peligroso buscar la ayuda del hada, no tenía otra esperanza.

Cabalgó durante tres días y tres noches y cuando por fin llegó a la cueva el hada estaba esperándola.

—Entra —le dijo—, y dime qué es lo que buscas.

La Reina le habló de la vieja y de su promesa de devolver a la Princesa en su decimoctavo cumpleaños, y el hada la escuchó. Después, cuando hubo terminado, el hada dijo:

—No puedo deshacer la maldición de la vieja, pero creo que puedo ayudarte.

—Te ordeno que lo hagas —dijo la Reina.

—Debo advertirte, mi Reina, que cuando oigas lo que voy a proponerte tal vez no agradezcas mi ayuda. —Y el hada se inclinó y susurró al oído de la Reina.

La Reina no dudó, porque, seguramente, cualquier cosa era mejor que perder a su hija entregándola a la vieja.

—Debe ser hecho.

Entonces el hada le entregó una poción a la Reina y le indicó que le diera a la Princesa tres gotas durante tres noches.

—Todo será entonces como prometí —aseguró—. La vieja no te molestará más, porque sólo el verdadero destino de la Princesa podrá encontrarla.

La Reina se apresuró a regresar, su mente en calma por primera vez desde el bautizo de su hija, y durante las siguientes tres noches echó tres gotas de la poción en el vaso de leche de su hija. En la tercera noche, cuando la Princesa bebió de su vaso, comenzó a ahogarse, y cayó de la silla, y se transformó de una princesa en un hermoso pájaro, tal como le había anunciado el hada. El pájaro revoloteó por el cuarto y la Reina llamó a un criado para que trajera la jaula de oro de las habitaciones del Rey. El pájaro fue encerrado dentro, la puerta de oro fue cerrada y la Reina dio un suspiro de alivio. Porque el Rey había sido muy astuto, y su jaula, una vez cerrada, no podía volver a abrirse.

—Quédate tranquila, preciosa mía —dijo la Reina—. Estás a salvo y nadie te apartará de mí —Y entonces la Reina colgó la jaula de un gancho en la torre más alta del castillo.

Con la princesa atrapada en la jaula, toda la luz huyó del reino, y los súbditos del Reino Encantado se sumieron en un invierno eterno en donde las cosechas y las tierras fértiles no prosperaban. Lo único que impedía que la gente desesperara era el canto de ave de la princesa — triste y hermoso— que surgía de la ventana de la torre y cubría la tierra yerma.

Pasó el tiempo, como tiene que pasar, y los príncipes reales, envalentonados por su ambición, llegaron de todas partes para liberar a la Princesa atrapada porque había llegado a sus oídos que en el árido Reino Encantado había una jaula de oro tan exquisita que hacía que sus fortunas parecieran modestas, y un ave enjaulada cuyas canciones eran tan bellas que cuando cantaba caían del cielo pepitas de oro. Pero todos los que intentaban abrir la jaula caían muertos tan pronto como la tocaban. La Reina, quien permanecía sentada día y noche en su mecedora, custodiando la jaula para que nadie pudiera robársela, reía al ver a los príncipes morir, porque el miedo y la sospecha se habían conspirado y la habían, por fin, enloquecido.

Pocos años después, llegó el hijo más joven de un leñador de un bosque lejano. Mientras trabajaba, la brisa llevó hasta él una melodía tan gloriosa que se quedó inmóvil y así permaneció, como si hubiera sido transformado en piedra, escuchando cada nota. Incapaz de contenerse, dejó su hacha y fue en busca del ave que podía cantar de modo tan triste y espléndido. Y mientras avanzaba entre la espesa fronda, los pájaros y los animales se le aparecían para ayudarlo y el hijo del leñador les daba las gracias, porque era un alma bondadosa que podía comunicarse con la naturaleza. Atravesó arbustos, corrió por los campos, escaló montañas, durmió en árboles huecos, se alimentó de frutas y nueces, hasta que por fin llegó junto a las murallas del castillo.

—¿Cómo has llegado a estas tierras prohibidas? —preguntó el guardia.

—Seguí el canto de tu bella ave.

—Regresa por donde has venido, si en algo valoras tu vida —dijo el guardia—. Porque en este reino todo está maldito, y quienquiera que toque la jaula del triste pájaro se perderá.

—No tengo nada que amar o que perder —repuso el hijo del leñador —. Y debo ver por mí mismo la fuente de tan glorioso cantar.

Sucedió entonces que, justo en ese instante, la princesa pájaro cumplió dieciocho años y comenzó a cantar la canción más triste y más hermosa de todas, lamentando la pérdida de su juventud y de su libertad.

El guardia se hizo a un lado, y el joven entró en el castillo y subió por las escaleras hasta la torre más alta.

Cuando el hijo del leñador vio al ave atrapada, su corazón se llenó de congoja, porque no le gustaba ver a ningún ave o animal apresado. Miró más allá de la jaula de oro, y sólo tuvo ojos para el ave dentro de ella. Se acercó a la puerta de la jaula, y al tocarla, ésta se abrió y el ave quedó en libertad.

En ese momento, el pájaro se transformó en una hermosa joven de largos cabellos que se agitaban en torno a ella, con una corona de brillantes conchas en su cabeza. Los pájaros llegaron desde distantes árboles, trayendo en sus picos hebras de cristal brillante con las que la cubrieron hasta vestirla en reluciente plata. Los animales regresaron al reino, y las cosechas y las flores comenzaron, al instante, a crecer en el yermo terreno.

Al día siguiente, mientras el sol se alzaba brillante sobre el océano, se escuchó un fuerte tronar, y seis caballos encantados aparecieron a las puertas del castillo, tirando de un carruaje dorado. La Reina de las Hadas descendió de su interior y todos sus súbditos se inclinaron ante ella. Detrás de ella iba el hada de la cueva marina, quien había demostrado ser buena, siguiendo los deseos de la verdadera Reina y asegurándose de que la princesa Rosalind estuviera lista cuando su destino llegara a su encuentro.

Bajo la vigilante mirada de la Reina de las Hadas, la princesa Rosalind y el hijo del leñador se casaron, y la dicha de la joven pareja fue tan inmensa que la magia regresó y desde entonces todos en el Reino Encantado fueron libres y felices.

Excepto, claro, la Reina, a quien no pudieron encontrar por ningún lado. En su sitio en la mecedora había un horrible pájaro con un croar tan espantoso que hacía coagular la sangre de todos quienes lo escuchaban. Fue expulsado del reino y escapó volando a un bosque lejano, en donde fue muerto y devorado por el Rey, quien había enloquecido despechado en su malvada e inútil persecución de la Reina de las Hadas.

Eliza Makepeace. 
(El Jardín Olvidado, Kate Morton)

domingo, 23 de septiembre de 2012

La Trenza del Hada

-"Pero ¿por qué debo traer tres hebras del cabello de la Reina de las Hadas? —preguntó el príncipe a la bruja— ¿Por qué no otro número, por qué no dos, o cuatro?".

La bruja se inclinó hacia delante sin dejar de hilar. "No hay otro número, mi niño. Tres es el número del tiempo, ¿acaso no hablamos de pasado, presente y futuro? Tres es el número de la familia, ¿acaso no hablamos de madre, padre e hijo? Tres es el número de las hadas, ¿acaso no buscamos entre el roble, la ceniza y la espina?".

El joven príncipe asintió, porque la sabia bruja había hablado con verdad.

-"Por ello debo poseer tres hebras, para tejer mi trenza mágica".

Eliza Makepeace.
(El Jardín Olvidado, Kate Morton)

martes, 18 de septiembre de 2012

Resistencia

Creo en los cafés, en el dialogo, creo en la dignidad de la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad en el infinito, pero humano, a nuestra medida.


Ernesto Sabato

viernes, 14 de septiembre de 2012

Miradas

Antes que tus ojos
lucieran el destello
que el amor impuso en ellos
Me parecía que en su arrogancia
a mi amor se resistían
Evitando que la incidencia de
nuestras miradas
arrojara luz a nuestras vidas.

J. Yael Román

lunes, 10 de septiembre de 2012

Ajedrez

I
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra,
Como el otro, este juego es infinito.

II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
La sentencia es de Omar* de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonía?

Jorge Luis Borges

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Me Voy al Este

Tengo un lugar en el que Nadie
es el nombre que usa el viento si me ve.
Me voy al este,
dónde las cosas empiezan.
A mudar de piel.

A recogerme en teclas de luz nueva.
Nadie puede explotar por mí esta vez
¿Cuándo pudo el mar huir una marea?
Si no lo consigo,
llévame al lugar de dónde vengo.

A nacer otra vez.
Hasta que pueda volver,
a sonreír sin escuchar campanas en Armentia,
A caminar sin deshacerme en cada paso.
A sentarme a esperar en silencio hasta que llueva.

Alicia Martínez

domingo, 2 de septiembre de 2012

Estado de Ánimo

A veces me siento
como un águila en el aire.
-Pablo Milanés

Unas veces me siento
como pobre colina
y otras como montaña
de cumbres repetidas.

Unas veces me siento
como un acantilado
y en otras como un cielo
azul pero lejano.

A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces un árbol
con las últimas hojas.
Pero hoy me siento apenas
como laguna insomne
con un embarcadero
ya sin embarcaciones
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme.

Mario Benedetti